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Proyectar la repugnancia en los otros: el desprecio de nuestra animalidad y finitud

A diario somos testigos de las luchas por el reconocimiento al interior de nuestra sociedad. Estas luchas se encaminan a ratificar que al pensar nuestro proyecto de estado es innegable la urgente necesidad de resaltar que en este confluyen proyectos de vida buena plurales. Por lo tanto, los ciudadanos les exigen a las instituciones que, por vía de las leyes y normas pactadas discursivamente, se establezcan los derechos y deberes que potencian que cada sujeto salga a la luz y, a su vez, con independencia de su posición social, creencia religiosa, elección sexual y etnia esté en condiciones de desarrollar sus capacidades plenamente.


La política se convierte en uno de los ámbitos fundamentales para plantear la demanda de reconocimiento, lo cual quiere decir, que es el vehículo que impulsa la discusión y la concreción de los objetivos de cada uno de los sectores implicados en la trama social. Empero, no es posible soslayar que las demandas de reconocimiento no sólo son de carácter político sino también moral.


En efecto, los ciudadanos abrazan en su particularidad formas de vida que obedecen a valores y creencias arraigadas en su ethos, valores y creencias que pretenden ser exaltados en su alcance general, es decir, válidos para todos. Aquellos valores y creencias les permiten a los sujetos actuar cotidianamente, hacer lo posible por conquistar su proyecto y relacionarse con otros sujetos que posiblemente compartan esos valores y creencia o que también pueden rivalizar con estos.


Para mediar la rivalidad entre las múltiples creencias y valores algunas perspectivas filosóficas recurren al diálogo, el cual permite pensar el modo de vincular lo general y lo particular, lo común y lo extraño que está en conflicto. Cabe resaltar, que el conflicto no puede ser totalmente resuelto por vía del derecho pues de alguna forma se sacrificaría la particularidad por lo general, lo extraño por lo común.


Así la rivalidad nace del deseo, por lo demás legítimo, de defender los proyectos de vida buena plurales. Este problema sigue aún en discusión y parece que debemos aceptar que las leyes y normas sirven de piedra de toque para moverse en la tensión, pero jamás con pretensiones de dirimirla porque la tensión es necesaria para la existencia juntos.


Pero surge un problema, ¿qué ocurre cuando la legislación parece no responder a las demandas realizadas por los grupos que luchan por la diversidad sexual y respeto del género, demandas que retan no sólo al ámbito político sino sobre todo al ámbito moral? Nuestra sociedad al momento de enfrentar estas demandas se pone, al parecer, del lado de la generalidad y de lo común y recurre a la fuerza de la ley que se asume es la voz de la mayoría para ratificar precisamente los derechos de estas mayorías, que en sus pretensiones terminan por devorarse a los que nos son iguales a ellos, a nosotros.


Al hacer la defensa de estas leyes de la mayoría se afirma constantemente que incluyen los derechos de estos sectores “periféricos”. Empero, podemos ver que esta “inclusión” no pasa de ser la imposición de un proyecto de vida buena sobre otro que no es en el fondo considerado digno. Así cabe pensar que aquí se oculta algo más. Nuestra sociedad edificada sobre la voluntad de poder de la mayoría también recurre a la moral, esta sirve al deseo de ratificar la vigencia inquebrantable de valores y creencias los cuales son asumidos como objetivos y neutrales, es decir, como verdades ahistóricas (Nietzsche, 2007, p. 57 ss.). Entonces, se olvida que los valores y creencias son construcciones culturales, que en ocasiones se imponen con violencia, a espaldas de la alteridad.


La violencia de la moral, a su vez, oscurece que en ella pueden habitar emociones como la repugnancia, la cual si no es formada adecuadamente se convierte en un arma eficaz para reclamar la eliminación de los agentes contaminantes. Nuestra sociedad no logra o no quiere tematizar este peligro, lo acepta y lo justifica moralmente, lo cual tiene repercusiones políticas y legislativas. Un ejemplo de ello es el desprecio por el varón homosexual, el cual es repudiado, incluso cuando se acepta su presencia en nuestra comunidad se le mira con recelo, con desconfianza. Para dar cuenta del fenómeno primero pensemos, aunque sea someramente, qué es la repugnancia. Al respecto señala la filósofa Marta Nussbaum (2006):


La idea central de la repugnancia es la de contaminación del propio ser, la emoción expresa el rechazo de un posible contaminante. Los objetos centrales de repugnancia son recordatorios de la mortalidad y de la condición animal, considerados como contaminantes para los humanos (p. 120).

La repugnancia tiene una función positiva en niños y adultos, esto es, que los alerta frente a los efectos dañinos de sustancias que ponen en riesgo la salud. En consecuencia, la madre le advierte al niño la imperiosa necesidad de alejarse de ciertos productos orgánicos, incluso lo previene de ponerse en contacto con sus propios desechos corporales. Empero, si la repugnancia no es formada se convierte en un problema porque puede ser proyectada no a los desechos contaminantes, sino a otros que son ahora reducidos a ser vistos como “basura”.


Podemos proyectar nuestra repugnancia hacia un tercero, es decir, narrarlo como un ser sucio y despreciable, como un asqueroso animal, una cucaracha, un cerdo que se revuelca en el fango. De aquellos animales debemos protegernos y, quizás, eliminarlos pues no podemos soportar que nos recuerden que somos también animales finitos.


A causa de la complejidad y extensión del asunto planteado por la filósofa de Chicago, tan solo advertiremos el modo en que la repugnancia se ha incrustado silenciosamente en la moral para justificar el desprecio al varón homosexual, el cual es visto como un agente contaminante peligroso. Así, la repugnancia se filtra en los discursos políticos y de diversos grupos religiosos, que crean narraciones tendientes a rebajar la dignidad de este ser que ya no es un hombre sino una bestia, un animal despreciado por “Dios”, basura, desecho.


Frente a este problema tiene todo el sentido señalar que el currículo de las escuelas y universidades podría tener como centro el cultivo y formación de las emociones. Cultivar las emociones lleva al sujeto a reconocerse junto a otros como un animal sufriente y finito, un animal pensante, hablante, que promete y se responsabiliza de sus acciones y palabras, es decir, conminado por los otros.


Debemos cultivar en nuestros estudiantes la capacidad de reconocerse como cuerpo biológico en constante deterioro y, a su vez, como cuerpo constituidor de sentido, capaz de amar y ser amado, capaz de reconocerse en su necesidad y trascendencia, capaz de imaginar el sufrimiento de sus congéneres, capaz de sensibilizarse frente a la tragedia humana. Para formar la repugnancia, entonces requerimos de la compasión, esta se cultiva, por ejemplo, a través de la literatura: la tragedia y la novela pues con ellas se estimula la imaginación de los sujetos en formación, de los ciudadanos que tendrán que enfrentar un mundo plural que exige de ellos contemplar las cosas desde la posición del otro. Nussbaum siguiendo a Elison, dice al respecto de esta importante función de la literatura lo siguiente:


Formar la imaginación cívica no es la única función de la literatura, pero es una función primordial. El arte de la narrativa tiene el poder de hacernos ver las vidas de quienes son diferentes a nosotros con interés mayor al de un turista casual, con un compromiso y entendimiento receptivos y con ira ante la forma en que nuestra sociedad rehúsa a algunos la visibilidad. Logramos ver cómo las circunstancias no sólo condicionan las vidas de quienes comparten con nosotros algunas metas y proyectos generales; y vemos que las circunstancias no sólo condicionan las posibilidades de las personas hacia la acción, sino también sus aspiraciones y deseos, sus esperanzas y temores (2005, p. 121).



Cultivar la compasión, ahí está una de las tareas que las humanidades deben realizar en las escuelas y las universidades, para ello la literatura rinde importantes frutos. Por lo tanto, debemos entender algo: la compasión es un sentimiento moral que conmina a sensibilizarse frente al sufrimiento ajeno, no ser indiferente a la desgracia del otro. Entonces, el estudiante ahora puede preguntarse lo siguiente: ¿cómo me gustaría que me trataran si yo fuera el homosexual, el judío, el negro, la trabajadora sexual que a diario acosan en la calle, en el salón y en el seno de las familias?


Ese al que repugno, así como yo, sufre, es vulnerable ante los cambios de fortuna, ama y es amado, ríe, llora, es digno y también morirá. Animales que perecen, eso somos. Ahora se hace claro: al que repugno es a mí mismo porque soy incapaz de compasión y descargo mi repudio en el otro. Así, la compasión incluye algo más:


El sentido de la propia vulnerabilidad ante la desgracia. Para responder con compasión, debo estar dispuesto a abrigar el pensamiento de que esa persona que sufre podría ser yo. Y difícilmente lo lograré si estoy convencido de que me encuentro por encima del común de las personas y que ningún mal podrá recaer en mí (Nussbaum, 2005, p. 124).


En algún momento he sido o puedo ser objeto de repugnancia y abuso, puedo imaginármelo y volver a preguntarme lo siguiente: ¿cómo me gustaría que me trataran si yo fuera el homosexual, el judío, el negro, la trabajadora sexual que a diario acosan en la calle, en el salón y en el seno de las familias?


Bibliografía:

  • Habermas, J. (2008). Conciencia moral y acción comunicativa (Ramón Coratelo García, trad). Madrid: Trotta

  • Nietzsche, F. (2007). La genealogía de la moral (José Luís López & López de Lizaga). Madrid: Tecnos.

  • Nussbaum, M. (2005). El cultivo de la humanidad. Una defensa clásica de la reforma en la educación liberal (Juana Pailaya, trad). Barcelona: Paídos.

  • Nussbaum, M. (2006). El ocultamiento de lo humano. Repugnancia, vergüenza, ley (Gabriel Zadunaisky, trad). Argentina: Katz editores.

  • Prada, M. (2017). Entre disimetría y reciprocidad. El reconocimiento mutuo según Paul Ricoeur. Bogotá: Aula de Humanidades, Universidad de San Buenaventura.

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