La batalla de las ideas
La campaña electoral que lentamente se configura está cargada de distracciones y falsas dicotomías. Cada día se elaboran nuevas teorías sobre la polarización que vive el país. Nos dicen que esta elección será una disputa entre corruptos y no corruptos, entre amigos y enemigos de la paz, entre el presidente y el ex-presidente. No obstante, pocos caen en cuenta de que lo que está en juego va mucho más allá de una disputa de adjetivos y personalidades.
El daño que han sufrido nuestras instituciones en los últimos años es evidente. No en vano, la corrupción y la mezquindad política han calado con firmeza en el sistema, diezmando la confianza en el mismo. Máxime cuando nadie asume una responsabilidad política por sus errores o los de sus recomendados y avalados. Hoy, pocos creen en los partidos políticos mientras claman con zozobra por nuevos liderazgos. De esta manera, se configura el ambiente ideal para que demagogos, caudillos y falsos mesías obtengan una ventaja política.
En este sentido, el resultado de la futura elección dependerá de nuestra capacidad para distinguir entre quienes buscarán sostener y recomponer la institucionalidad del país y quienes pescarán en río revuelto para sacar provecho de la indignación colectiva y de la baja legitimidad de las instituciones. Así, debemos comprender que la verdadera disputa será entre quienes propondrán cambiar las reglas del juego y quienes las defenderán.
No será difícil identificar a los demagogos. Poco a poco revelarán sus preferencias. Su retórica será la de la destrucción, bálsamo para una sociedad que se regocija en el fracaso. “Acabar”, “renunciar a”, “derogar” y “desmantelar” serán sus verbos de cabecera. Sus propuestas e ideas —si es que las formulan concretamente— no distarán de las que llevaron a la debacle al vecino país. Propuestas e ideas que, de ser aplicadas, costarían cien veces más, en términos de bienestar sacrificado, que la corrupción que prometerán combatir.
Ahora bien, nos veremos tentados a subestimarlos. Frente al nuevo partido, algunos preguntarán “¿quién sería capaz de aliarse con o de apoyar al partido de la antigua guerrilla?”. Sin embargo, de congraciarse con la tiranía cubana y callar, a guisa de cómplice, ante la tragedia venezolana a admirar a los miembros del secretariado hay un trecho ideológico —y moral— muy corto. Peor aún, no sorprenderá el hecho de que la impotencia lleve a muchos, a pesar de sus diferencias políticas, a apoyar al nuevo partido y a sus pares ideológicos. Así, de la confluencia de estas preferencias puede surgir una coalición que se presente como alternativa y satisfaga los impulsos de los indignados con promesas vacías y eufemismos de renovación y cambio.
En este sentido, el reto es mayúsculo. Nos concierne mantener el rumbo de las instituciones ante el advenimiento de los falsos mesías, los cuales apelarán a las pasiones para obtener réditos de la tormenta política que se cierne sobre el país. De esta manera, nos abocamos a una batalla de las ideas en la cual debemos estar preparados para contener a los demagogos con tesón y convencer a los incautos de que la frustración frente al establecimiento no nos puede obnubilar en esta empresa electoral, conduciéndonos a un cambio en las reglas del juego del que difícilmente se pueda dar vuelta atrás.