Odio a los indiferentes
Odio a los indiferentes tanto como él los odia. Él los odia por considerarles el peso muerto de la historia, y yo lo hago porque desafían el sentido de la humanidad misma. Por eso, odio a los que reproducen las dinámicas que les hicieron oprimidos; a aquellos que fueron víctimas del ascenso social y que hoy burlan las garantías; y a aquel superior que en su principio fue un obrero y que ahora busca la explotación de la otredad para su utilidad.
¿Y por qué odiarlos? Porque una pulsión indescifrable les mueve en su conducta, que, por cierto, individualista, opresora, burguesa-capitalista, resulta ser la expresión más perfecta del sistema más salvaje. ¡Pero qué neoliberales! ¡Qué cosificadores! No les basta con acumular desconcertantemente la riqueza, sino que, además, se autoproclaman los desarrollados y desarrolladores de la cultura. Pro mercantilistas y libre mercadistas que hoy niegan la entrada de miles de “sus” esclavos; esclavos que algún día explotaron para adornar sus palacios y para construir un templario en su dentadura hoy reluciente.
Engendran la muerte en el agua, el hambre en la cotidianidad y el miedo en las masas.
Propenden la naturalización de la violencia, pero no de cualquier tipo de violencia, sino de aquella de la que nunca se hablará, pues no existirá sujeto que conduzca tal genocida rumor.
No vale ninguna convención política ante el genocidio de toda una especie. Y entonces, ¿quién juzgará a los artífices genocidas si sus juzgadores fueron carne de cañón? ¿Qué no lo ven? Nos desgarra el sistema, las elites nos desangran, el dinero nos tecnifica. Asesinos de la dignidad y viles canallas que corrompen la paz efectiva de Kant; ¿y dónde están sus imperativos categóricos? “Quizás siempre fueron problemáticos” responderán sus críticos.
Son todos unos capitalistas que desmiembran los sueños y los significan con ilusiones materiales.
Al final son solo inventores de la ciudadanía y de la democracia, y en todo caso, perfectos indiferentes para su comodidad. Se jactan de discursos llenos de vocablos sin-sentido que pocos ven y con falsedades, propias del nuevo dictador de Nueva Córdoba, inflan nuestras realidades.
Cuan certera fue tu obra Carpentier pero cuanto lamento que lo sea.
Y lo peor de todo: Corrompen la espontaneidad. Masacran al pueblo que anhela la revuelta; que necesita la sublevación. Pero, ¡qué cobardes! La hipocresía es su verdad y la unidad su fachada y modelo de cooptación. El lado rojo arde encadenado, y su ¿Qué hacer? olvidado está.
“¡Organización! ¡Organización! ¡Organización!” Proclaman sin cesar. ¿Organización para qué? Organización ha sido su consigna atemporal, no obstante, el paraíso sin si quiera vislumbrarse. ¡Pragmática!, dirán, pero esta es la realidad. Cansados estamos de los intentos.
Así que recobremos el sentido de la lucha; solo una, solo un momento, solo un instante de ruptura y de fragmento. La espontaneidad tan desechada en el pasado es lo que aparenta nuestra salvación. Por ello debemos recogerla y practicarla, pues solo así el mesianismo estará en las masas.
Por ello, intelectuales orgánicos: a empoderarse; a elevar la reflexión del pensamiento crítico conatura; y a potencializar la espontaneidad.
Pueblo: a luchar por la espontaneidad y configurarse en ella para así lograr la justicia social.
¿Y luego? Luego, lo que ha de menester que sea será, siempre que no sea esta realidad doliente, salvaje, alienadora, neo-liberal, injusta e infernalmente capitalista. Que sea entonces, la realidad que un maestro de la sospecha ideó.