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La praxis literaria: tan vigente como necesaria

En época electoral, con el pro­ceso que se está llevando a cabo en La Habana entre el gobierno y las FARC-EP y las supuestas molestias de Santos frente al tema fronterizo y sobre todo, frente a Maduro, cabe cuestionarnos –aunque siempre es menester este debate– si se ha pre­sentado una activa participación del pueblo colombiano alrededor de es­tos temas tan coyunturales –o que parecen coyunturales, aunque al fi­nal creamos que en el fondo son tan transversales como cualquier otro–. Pero más allá de esta discusión so­bre la participación de las masas en los temas que le conciernen y que le son relevantes, cuestión que, por lo general, resulta apaciguada por las cifras de abstencionismo que nos invitan a reflexionar acerca de lo que nunca materializaremos; lo que realmente nos pre-ocupa es la falta de consciencia reflexiva y de una <<verdadera conciencia de la praxis>> de algunos sujetos llama­dos, y auto-proclamados, “intelec­tuales”.


La problemática surge en la me­dida de que muchos y muchas “in­telectuales” quisieran reducirse, y lo hacen, a la practicidad de la co­tidianidad. Así pues, abogan por la despolitización y el <<politicismo práctico>> de su actividad. ¿Y cómo es que esto –su despolitización po­sitivada– resulta una contribución a la humanidad, si se opta por inter­pretar pero nunca por transformar la realidad? ¿Dónde se encuentran los y las Pablo Picasso, los y las Pablo Neruda, los y las Gabriela Mistral? ¿Dónde están los literatos que en­carnan en su obra la conciencia de la necesidad de transformar lo real?


De seguro, habrá algunas y algu­nos que irán más allá de lo <<prác­tico-utilitario>> de su actividad li­teraria, empero, no basta con unas pocas y unos pocos; no basta en este país y en este Continente lleno de injusticias sociales, de situaciones denigrantes, de vidas indignas.


No podemos olvidar que la li­teratura ha sido un instrumento de la transformación social, pues los momentos históricos que se han presentado en Latinoamérica han requerido que así sea. Acá en Nues­tra América la praxis del literato se debe forjar o cuando menos, rela­cionar con la praxis política, puesto que ésta resulta ser un cause funda­mental para conocer lo real; lo ve­raz que tanto promueve esa tenden­cia del realismo, la cual termina por rebasarse al encontrar una apuesta ideológica concreta bajo la que se promueva dicha transformación, que no por ello deja de configurar esa denuncia concreta frente al con­texto.


Esto, bajo ningún entendido, implica cooptar el arte literario en cuanto a medidas orgánicas parti­distas, pero si refiere a que el artis­ta –literato– se debe ver obligado a priorizar la realidad sobre su propia consciencia no funcional al pue­blo, sobre todo en circunstancias históricas que lo ameriten. ¿Y cuá­les lo ameritan? Lo ameritan todos aquellos que potencialicen el capi­talismo salvaje, la acumulación, la riqueza de muchos en propiedad de pocos, la mercantilización del su­jeto, la dominación como justifica­ción a la existencia de una relación de poder –como si para que exista una relación de poder hubiese que existir una subyugación–, el ma­chismo, los racistas, los feminici­dos, los genocidios políticos; en fin, todas aquellas situaciones de nues­tra cotidianidad que se derivan de este sistema.


Los y las escritoras necesitan volver a encarnar la consciencia de la ideología transformadora en su actividad literaria. No podemos per­mitir que esta actividad mute en un campo que solo algunos y algunas conocen, y que derivan su conoci­miento por éste en la medida de que i) o pretenden sustraerse de la in­dignante realidad; o que ii) apelan a obtener dichos conocimientos para reconocer en su esfuerzo, algo pro­pio de un –pseudo– “intelectual”, quizás para sus millares de encuen­tros sociales.

Sean libres, queridos y queridas escritores, pero verdaderamente li­bres. Despójense de la falsa idea de libertad que les imponen las clases altas de nuestra sociedad que exclu­sivamente conciben el ser “libre”, a partir de una independencia eco­nómica. Adopten la justeza de los pobres, la necesidad de la transfor­mación de lo real y vinculen este despertar de su consciencia a sus obras. ¡Lo necesitamos! ¡Los nece­sitamos! ¡El pueblo los necesita!

Las transformaciones que los y las literatas abanderen no pueden obedecer a una cuestión mecánica como las propias de un autómata, por el contrario, deben ser el pro­ducto de elevar la consciencia a un estado reflexivo con propensión al cambio estructural. Si muchos otros lo han realizado, por qué no lo ha­rían nuestros actuales compañeros y compañeras; por qué no habremos de concebir la revolución de nuestro estado de cosas.


Ahora, lejos de consagrar al ar­tista literario como el mesías nunca visto en nuestra historia Latinoame­ricana, éste si debe presentarse –y no solo presentarse sino ser– como un intelectual orgánico, como aquel que desde su función cognoscitiva ha de despertar la consciencia de los oprimidos y deberá hacer parte de su lucha, por medio de sus obras, siempre fieles a la realidad y a la ne­cesidad de transformación.


No olvidemos que en algún momento –1971–, un gran poeta, militante del Partido Comunista de Chile, mencionó las siguientes pa­labras, sin perjuicio de quien fuera su público,


El poeta no es un “pequeño dios”. No, no es un “pequeño dios”. No está signado por un destino cabalístico superior al de quienes ejercen otros meneste­res y oficios. A menudo expresé que el mejor poeta es el hombre que nos entrega el pan de cada día: el panadero más próximo, que no se cree dios. El cumple su majestuosa y humilde faena de amasar, meter al horno, do­rar y entregar el pan de cada día, con una obligación comunitaria. Y si el poeta llega a alcanzar esa sencilla conciencia, podrá tam­bién la sencilla conciencia con­vertirse en parte de una colosal artesanía, de una construcción simple o complicada, que es la construcción de la sociedad, la transformación de las condicio­nes que rodean al hombre, la entrega de la mercadería: pan, verdad, vino, sueños. Si el poeta se incorpora a esa nunca gastada lucha por consignar cada uno en manos de los otros su ración de compromiso, su dedicación y su ternura al trabajo común de cada día y de todos los hombres, el poeta tomará parte en el sudor, en el pan, en el vino, en el sueño de la humanidad entera. Sólo por ese camino inalienable de ser hombres comunes llegaremos a restituirle a la poesía al anchuro­so espacio que le van recortando en cada época, que le vamos re­cortando en cada época nosotros mismos. (Neruda, 1971).


Hágase extensiva la praxis del poeta a todos y todas aquellas que se atreven a arrogar la palabra en su oficio bajo el modelo de una obra. ¡Así sea!


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