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¿Constitución Popular? Una reflexión para Colombia desde la experiencia norteamericana.

Desde hace tal vez unos cinco años, en la academia jurídica colombiana es cada vez más común referirse en clases, libros o artículos, a un movimiento constitucional proveniente de los Estados Unidos denominado “constitucionalismo popular”. Para algunos investigadores, este movimiento tiene como nota característica la pretensión de “sacar” o “arrebatar” las constituciones de las manos de los tribunales, de tal manera que la interpretación última no esté a cargo de un puñado de jueces elegidos sin votación alguna, sino a cargo del pueblo mismo.


La primera vez que recuerdo haber escuchado sobre este movimiento, pensé inmediatamente en dos posibles reparos: uno general y otro referido al caso colombiano. El primero de ellos era de carácter práctico y se refería a la imposibilidad material de que toda la gente pudiese interpretar el texto constitucional. ¿Cómo hacerlo? ¿Y si hay discrepancias? ¿Y cómo aseguramos la participación de los interesados? Por otra parte, frente al caso colombiano, en ese momento de mi vida (ya no lo creo ahora) cuestioné la inconveniencia de debilitar el mecanismo de interpretación constitucional, que a la fecha había protegido de manera tan admirable los derechos fundamentales de las personas. En últimas, mi “partido” era el de la Corte Constitucional y, aunque creía en la democracia, creía más en la protección de los derechos fundamentales. En resumen, la teoría según la cual las cuestiones discutidas sobre la interpretación de la constitución debían resolverse por medio de mayorías era, a mi juicio, un ataque de un sector muy conservador que estaba en contra de la Constitución de 1991 y que había perdido el dominio del texto constitucional.


Años después, cuando comencé mi investigación de maestría, tuve que acercarme nuevamente al constitucionalismo popular que, debo confesar, había criticado sin haber leído si quiera una sola página sobre el asunto. Una de las primeras sorpresas que me llevé, era que se trataba de un movimiento compuesto por autores liberales norteamericanos. A diferencia de la crítica conservadora contra el control judicial (al estilo Londoño o Sáchica), el ataque por parte de estos autores liberales tenía un punto de apoyo muy distinto al discurso, según el cual los derechos deben ser desarrollados por el legislador: en ciertos casos, si la interpretación de la Constitución federal la hubiese hecho el pueblo mismo por medio de mecanismos informales, la ampliación de los derechos constitucionales habría sido mucho mayor que la que se logró con los jueces. En otras palabras, la “institución” judicial no es tan progresista como se cree, sino que, por el contrario, aparentemente otorga algunos avances en sus sentencias pero, en realidad, dichas conquistas son pequeños incentivos para diluir la energía popular. En resumen, es una institución tremendamente conservadora. De este modo, al leer más y más autores que suscriben estas ideas (a quien esté interesado recomiendo mucho la lectura de los escritos de Jeremy Waldron) poco a poco se fue diluyendo mi segundo reparo y simultáneamente comencé a tomar distancia del “partido” de los jueces.


En segundo lugar, la siguiente sorpresa que me llevé se relaciona con el modo, por medio del cual el constitucionalismo popular puede realizarse en la práctica. Con la lógica “abogadil” pensaba que el único medio de expresión constitucional del pueblo eran las reformas constitucionales (bastante reducido por cuenta de la teoría de la sustitución de la Corte Constitucional) y las votaciones. Pero en días pasados tuve la oportunidad de conocer el Museo de Derechos Civiles en Memphis Tennessee y pude palpar la fuerza que tiene este movimiento popular en los Estados Unidos. Las famosas sentencias de desegregación escolar o de los espacios públicos producidas a partir de la década de los cincuenta del siglo XX, no fueron el resultado de nueve personas que aisladamente leyeron un documento redactado 190 años atrás, y compararon su contenido con las leyes para determinar su compatibilidad. Por el contrario, esas sentencias fueron producto del esfuerzo inmenso de diversos líderes cívicos a lo largo y ancho del país (algunos de ellos asesinados) que hicieron múltiples protestas en muchos estados, que se negaron a retirarse de las mesas de los restaurantes reservadas para los blancos o de las sillas de los buses destinadas para “gengente de color” y que emprendieron una estrategia legal gigantesca en diversos tribunales de base para que los estudiantes afroamericanos pudiesen asistir a los mismos centros educativos que los demás, entre otras acciones. Los jueces no podían escapar a la interpretación de la Constitución que ese movimiento popular realizó a partir de las acciones enunciadas, según la cual la Constitución de 1787 también prohibía las leyes estatales de segregación racial. El juez no creó la interpretación, fue un mero receptor de la lectura popular del texto constitucional.


Todo esto me ha llevado a plantearme la posibilidad de un constitucionalismo popular en Colombia. Creo que, además de los mecanismos de participación formales previstos en las normas jurídicas, es bueno dejar la Cortedependencia (“es que la Corte ya lo dijo en la sentencia…” = fin del debate) para lograr conquistas en derechos fundamentales por fuera de los mecanismos institucionales. Pero un paso inevitable para lograr ese objetivo es fortalecer los movimientos populares (de distinta índole: conservadores y liberales, al fin y al cabo todos cabemos en la Constitución del ‘91) para que a través de creativos ejercicios de interpretación popular de la Constitución, las líneas jurisprudenciales de la Corte Constitucional puedan verse no solo influenciadas, sino incluso modificadas o revocadas por la lectura popular. Por eso creo que no es tan mala la idea de someter a referendo, decisiones atinentes a la interpretación constitucional de la adopción por parte de parejas homosexuales o sobre la prohibición/permisión de las corridas de toros. La Corte no debe decidirlo, discutirlo o interpretarlo todo. ¡Sapere aude!



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