Estigma
Cada rincón del cuerpo se hallaba cubierto por el líquido liviano y fresco que recomponía los sentires. El tiempo se desvanecía como el aire entre la espesa vegetación que impide su libre paso, pero que aún deja los resquicios para su recorrer, para su vital vivir. No había pensamiento en la mente que en la apoteosis de la lucidez encontrara refugio en las pulsaciones próvidas de sentimientos dirigidos del corazón a la cabeza.
El fluido, obcecaba lentamente la vista por su filtración en las pupilas, conquistando paradojas por la formación de una sutil reverberación entre tanta oscuridad. En esas sensaciones de total ingravidez el compañero ideal es el silencio, cuyo manto cubría ese único, pero sublime instante terrenal. Pese a ese silencio enternecedor, solo desde lo más profundo se recogía un músculo atiborrado e impaciente, como si alguien le dijese que era hora de trashumar, de arribar a otras orillas. Aquello que lo mantenía vivo era nulo en aquel espacio y su supervivencia estaba a prueba, no por la ingratitud de la vida, sino por el total convencimiento de que era necesaria la actual experiencia.
A pesar de la desarmonía funcional que podía acaecer el hallarse en tales circunstancias, cada órgano del cuerpo encontraba en sus pares, un gemelo imprescindible y perfecto para garantizar la conveniencia de la unidad. Sin embargo, la mente extranjera al esfuerzo de sus compañeros de habitáculo, rehusaba a agotar su imperio, de poco a poco perder el control de sus súbditos eternos; ella y el todo no armonizaban en la tendencia hacia la lucha.
Las pupilas en total consonancia con el cielo, traslucían mapas mentales de las nubes diametralmente opuestas, pero las imágenes arribaban, por fin, a un deseo irresuelto de alegría, un espejismo vano de locura. Las deidades que detienen los caminos de los hombres no podían llegar al juzgamiento prometido ni a la censura sempiterna. Todo lo que podían accionar era la observación impotente del estado de impureza; su ira era de no apaciguarse, mucho menos de comprenderse. No obstante, el estrecho margen entre la superficie del fluido y el cuerpo inmóvil, fungía de impenetrable muro bizantino, que lograba proteger a esa inasible humanidad que Miguel Ángel retrató; aquella falsa égida.
La existencia apocada por las adversidades comprendía por fin la grandeza de la eternidad de las sombras de la muerte. Pequeñas gotas de lluvia caían sobre la capa inestable del fluido creador; tan solo lo alimentaban y hacían más duradera su presencia. La magia de la naturaleza empezaba a jugar con las realidades comprensibles de la mente, una combinación de luz, de lluvia y de oscuridad en el fondo, eran la idoneidad del espíritu; la sinfonía de la gloria.
Sobrevino, nuevamente, un renacimiento de la cultura y las estrellas ya no se miraban como antes, habían pasado Galileo y Copérnico y la trasfusión de culturas hacía invisible la comprensión de la historia. Hubo un grito lejano, que al compás de lo sublime impartió el último de los honores, empero, ya no era suficiente para los fines, no podía ser escuchado bajo el gobierno del silencio. La salvación, ahora, era vista como el último vestigio de sopor, como una iconografía fútil de los altares.
Aquello no era una impertinente revelación oscura e impredecible. La conjugación de elementos no es el milagro de la vida, sino la ense- ñanza de un camino. Cada amalgama inopinada de espacio y tiempo, cada extracción de aire banal, cada sentimiento pagano pero triunfal, cada lagrima inoportuna; permite la veracidad del verbo de Hume, pero también de otros que habitan en la ingrata clandestinidad. La desgracia era el título para un retrato cierto, completamente perenne. El semblante remudaba para darle paso a la palidez de aquella que llega sin tiempo, como cuando surge el oportuno hastío de las verdes hojas en otoño. La profundidad se acercaba al cuerpo inmóvil y los rayos del astro Rey no conseguían reinar en la superficie de la tierra y, en su lugar, llegaban las heladas corrientes de un océano sin génesis. El ser y la nada alcanzaban la mancomunidad y el universo invertido por el aquel suceso, daba real existencia a las direcciones y puntos cardinales.
Pese a todo lo sentido y aprendido en ese pequeño lapso de agonía etérea, existió algo que retornó a la continuidad, quitándole el grado de simpleza a la monotonía; lo imprescindible del vaho. En aquel instante los miembros superiores se arquearon buscando respuestas en la lejanía y en un estallido de verdad, la boca se filtró entre la superficie del fluido y el mundo de siempre. No obstante, el estigma ya no era coincidencia dentro de la cotidianidad.
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