Carlos Pizarro, una sublime epopeya nacional.
Es pues, el momento de hablar en voz alta, más aún en el contexto de un país que aspira a conseguir una paz estable y duradera. Es el momento de abonar la historia de una nación adolorida y profundamente fracturada, donde luego de cincuenta años de guerra, comienza a tornarse fundamental dejar la indiferencia que manifiesta la agonía de la sociedad colombiana y retomar la esperanza que le ha sido constantemente arrebatada a un país, a través de la arbitraria eliminación de sus fugaces protagonistas, encarnados en líderes que van desde Gaitán, Jaramillo, Galán y Pizarro, quienes hoy día solo se podrían describir como sueños asesinados en primavera.
Entre todos ellos, es necesario recordar a dos especialmente, pues este año se cumplen 25 años de los homicidios de Bernardo Jaramillo Ossa y de Carlos Pizarro Leongómez, candidatos presidenciales a los que un sector del país asesinó, como parte de un genocidio planeado contra los colombianos considerados de izquierda que, por atreverse a pensar diferente y por representar una creciente fuerza de unión y transformación social, se volvieron una amenaza para ese mí- nimo sector, intolerante e inhumano, de Colombia. Ese día fue particularmente gris, recuerda María José su hija (http://www.elespectador.com/mariajose-pizarro/maria-jose-pizarro-el-nombre-del-padre-articulo-234914) , ya que el 26 de Abril de 1990, cumplido un mes de asesinado Jaramillo Ossa (22 de Marzo de 1990), el país volvía a amanecer vestido de negro, pues en un avión rumbo a Barranquilla se repetía la triste historia que, se pudo sentir con gran resignación en unos pilotos completamente pasmados, pues no sabían que hacer después de semejante noticia que las azafatas corrieron con desespero a contarles, gritando por doquier ¡Capitán lo mataron!…¡mataron al comandante! ¡Retroceda…que mataron a Carlos Pizarro en el avión!
Lo triste era que se sabía que lo iban a matar, decían algunos colombianos en su entierro. No se sabía cuándo y mucho menos dónde, perolo cierto es que Carlos sabía, los días previos a su muerte, que el haber sembrado esperanzas en la agonía colombiana le iba a costar hasta su propia vida. Y es que Pizarro era un caso bien particular, pues además de contagiar al pueblo por ser carismático y buen mozo, a él lo acabó matando la particular manera en la que se pensaba el país, pues era un romántico, un poeta, que sin lugar a dudas pecó por atreverse a imaginar a Colombia de esa manera: sublime, ávida de bienestar colectivo, alegre y llena de vida, democracia y paz. En pocas palabras como “Una estirpe destinada a ser feliz”(Carlos Pizarro, J. Antonio Pizarro (1991) ). Carlos fue capaz de creer en una epopeya a la colombiana, en una nación madura y en primavera que, 25 años después, no hemos sido capaces de alcanzar. Dicha epopeya no solo fue el fundamento de la ideología de Carlos, sino que además fue el hilo conductor de su vida, una vida polémica, llena de contrastes, en la que se pone de manifiesto lo bárbaro y lo hermoso que puede llegar a tener un 2 . ser humano. Su vida transcurrió entre la oligarquía y la subversión, entre la tristeza y la alegría, en pocas palabras, entre la guerra y la paz, porque Pizarro, desde las palabras de su madre, “se convierte en hombre de violencia y termina abatiéndose como adalid de paz”.
Para nadie es un secreto que Carlos no nació en el seno del pueblo, pues fue hijo de un almirante de marina que proclamaba la ideología conservadora a mucho honor, y de una mujer de apellido notable en aquellas épocas de principios de los años cincuenta (1951), Margot Leongómez de Pizarro. En aquellos años acababa de comenzar el denominado periodo de “La violencia”, que tanto marcó a Carlos y a su generación, periodo en el cual comenzó a surgir un proceso de confrontaciones e intolerancias, las cuales inicialmente se manifestaron en la lucha por el poder del bipartidismo, liberal y conservador, y después se materializaron en las protestas de las expresiones guerrilleras como respuesta al mismo. Sin embargo, contrario a lo que se cree, Carlos no creció ajeno al conflicto colombiano, pues la primera etapa de su vida trascurrió entre el apoyo a las fundaciones de beneficencia y educación que creó su madre para los niños necesitados de Cali y los profundos debates, sobre la realidad del país y sobre lo que sucedía al interior de las fuerzas armadas, que entablaba con su padre y sus hermanos en la intimidad familiar, diálogos que cierra, a manera de epílogo, en la carta que Carlos le envía a su padre desde la cárcel La Picota, tras haber caído preso con el M-19 en 1980, diciendo: “Papá, tu ejemplo me enseñó que todo hombre vale por sus propias condiciones humanas, por su inteligencia, por su honestidad, por la rectitud de su carácter, por su solidaridad (…) es por eso que hoy, tu hijo se rebela contra la injusticia social porque nos enseñaste el culto a la igualdad y a combatir la miseria. Hoy, tu hijo se rebela contra la lacerante realidad de una libertad asesinada porque no nos enseñaste el idioma de la cobardía. Porque como demócrata y patriota, nos inculcaste el odio a muerte a los tiranos. Hoy, tu hijo, se rebela contra la actual dependencia y servidumbre nacional porque no nos indicaste el camino del oprobio y si nos señalaste el futuro de grandeza que aguarda a nuestra patria. Hoy, tu hijo, se rebela contra la creciente concentración de la riqueza nacional, contra la acumulación de los poderes del Estado en el ejecutivo y contra toda forma de monopolio en la actividad social porque no tiene la contextura ideológica para soportar ninguna dictadura, ninguna oligarquía, ningún privilegio de casta o de fortuna”
Y es así como la vida tranquila de Carlos fue arrastrada poco a poco e irónicamente a la conciencia crí- tica y militancia política opositora, lo cual se fue evidenciado primeramente en su expulsión del programa de Derecho de la Universidad Javeriana, puesto que gestó en 1970 la primera protesta que existió en la Javeriana, en contra de los integrantes de la hegemonía del Frente Nacional. Este fue el primer remezón en la familia de Carlos, lo que anunciaba que se comenzaba a gestar en su seno un líder revolucionario en potencia. Después de la expulsión y con un contraste y diferencia ideológica institucional, Carlos decidió entrar a la universidad Nacional de Colombia, tras lo cual conoció a Jaime Bateman y a Alvaro Fayad5 , se vinculó a la JUCO (Juventud comunista) y dejándose llevar por los aires de la revolución triunfante, que había dejado la experiencia cubana en el ambiente, para el año de 1972, decidió irse a las FARC, .
Sin embargo y como era de esperarse, Carlos se decepcionó de dicha guerrilla después de un tiempo, pues la lucha que en ese grupo veía era muy lejana, apagada y poco cercana a la realidad del país. Es por eso que comenzó a unirse y a dialogar con otros jóvenes que también habían desistido de las FARC y se habían integrado a la ANAPO (Alianza Nacional Popular), los cuales tenían las ansias de ver una revolución cercana al pueblo, una revolución a la colombiana que impactara tanto a la ciudad como al campo, en busca de generar bienestar social, democracia verdadera y libertad. Es allí donde se da un contraste adicional en la vida de Carlos, pues de pertenecer a una guerrilla como las FARC, que es campesina en su esencia, pasó a formar parte de una guerrilla como el M-19, citadina y que concibió la revolución como una fiesta nacional. Y es así como vale la pena traer a colación nuevamente la carta que Carlos, en el año de 1980, le dirigió a su padre en calidad de preso político en La Picota, en la cual le afirmaba su completa convicción por pertenecer al M-19, diciendo: “En fin, padre hoy te expreso, no sin orgullo, que me enaltece ser preso político y combatiente del M-19, porque el M-19 es una fuerza política nueva que ha dado pruebas suficientes al país de su justicia política. Porque el M-19 es una fuerza auténticamente unitaria y plural, cuya política expresa las más queridas ambiciones de los colombianos que están interesados en el bienestar nacional y en la conquista de la democracia. Porque el M-19 está dispuesto, y lo ha demostrado, a ser parte del torrente nacional que cree posible derrotar a la minoría oligárquica civil y militar que ha mantenido el poder y que rompe los más antiguos valores nacionales. Porque el M-19 cree posible la victoria de un pueblo que ha estado en combate constante, y cree necesario construir un orden social con democracia económica, social y política. El M-19 cree en la victoria de Colombia, trabaja por ella y la construye”.
Fue en este grupo, donde se gestaron 16 años de la vida de Carlos, quizás los 16 que más determinaron su historia, pues allí aprendió a conocer el país: a conocer el conflicto y la alegría de una nación que carga con una profunda agonía de guerra, lo cual le permitió también reconocerse a sí mismo y a sus más profundas convicciones, que le reclamaban a un líder de paz y ya no de guerra. Es por eso que en 1990 Carlos decidió, como cabeza del M-19 y junto con sus demás compañeros, dejar la lucha armada y comenzar, en contravía a su camino anterior y sabiendo que esa decisión, como él mismo lo dijo era, “una apuesta en la que nos vamos a jugar la vida, donde nos vamos a jugar nuestros ideales, donde nos vamos a jugar, saltando al vacío y a cara o sello, la suerte de Colombia” , era un rumbo nuevo, un rumbo que no era otro que el de ofrecerle, a través de la política, un pedacito de paz y esperanza de bienestar a la pluralidad de los colombianos, con el aliciente de la fe inmensa en el porvenir del país, sus gentes y sus sueños, sueños de los ciudadanos que buscaban participar en una nación, que hasta el momento había sido y tristemente se puede afirmar que sigue siendo de unos pocos.
Es así como Pizarro encarnó una vida de contrastes, una vida que antes de perecer transcurrió transversal a las diferentes clases sociales colombianas, pues anduvo entre la oligarquía de su familia, la discrepancia de sus universidades y la pluralidad de sus luchas, que encarnaron ideales distintos. Una vida entre la tristeza y la alegría y, en pocas palabras, una vida que giró entre la guerra y la paz. Es por eso que hoy, 25 años después de su asesinato y en pleno proceso de paz, vale la pena afrontar el desafío de hablar en voz alta y recordar que tras la muerte los hombres tienen la posibilidad de abrir un abanico de vida que va de lo más trascendental a lo más cotidiano, como ocurre cuando se recuerda la memoria de la vida encarnada en Carlos Pizarro, un líder noble pero racional, que buscó calmar la incesante lucha de Colombia y por sobre todas las cosas murió en su intento de encontrar y ejercer la paz; representando así una sublime epopeya nacional.
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