Cuentos cortos de Elvira Moreno Rengifo
Calor y frío
Veo el comienzo después del fin: el amor en desamor es al fin y al cabo la falta de un cuerpo bautizado con tu nombre. Recibí tus cartas, qué más da, no me animó ni siquiera a responderlas. Y para colmo me rehúso al drama de tu ausencia llenando mi corazón de otras pasiones. Entonces me di cuenta que adentro de una casa no puede estar la ciudad: aquí viene este pensamiento de verdad, dentro de esta casa que apenas pisé ayer. Me alegra saber que aún existen espacios llenos de música aunque por momentos no podamos reconocerla: el saxofón de Manuela duerme sobre la librería, detrás se encuentra una pared roja de ladrillos sin adoquinar. Manuela y sus volúmenes desnudos, no sabes cuánto extrañaba esta sensación donde sobran las superficies. No conozco a Manuela, pero imagino que es una especie de destino todo esto. Las puertas no tienen vidrios ni madera: son solitarios marcos vacíos, frívolos, tanto es así que se me detienen ciertos pensamientos mientras miro. Al fondo hay una habitación que se asemeja a un extraño llegando: sus paredes sostienen cientos de libros, me recuerda a una aglomeración de gente. Los colores se multiplican con la luz, los sonidos imitan otros. A pesar de que te echo de menos, le sonrío a lo ajeno y a lo familiar: estar aquí es una inspiración poco corriente.
La oportunidad se da y me siento a escribir. No encuentro el inicio, el paisaje alterno de la realidad es tan tranquilo que da lástima moverse. Inevitablemente: “calor y frío”. De soslayo repiten las muecas de mi boca tus últimas voces después de varios días desde que te fuiste. Viviéndome en un lugar ajeno, porque quizás en un paisaje alterno pasarás desapercibida para mi corazón. No puedo volver a reproducir esa voz mía que es en definitiva tuya: tengo palabras patriotas que admiran una única bandera. No existe vasija que me contenga, suena un eco cruel e impronunciable: ¡el torrente de los días comunes! Quedará todo lo nuestro oculto en las remembranzas, en los cantos alegóricos de un Homero que nunca vivirá. Lo nuestro terminó siendo un héroe sin historia. Aun así, la hermosura vive eternamente en tantas diminutas cosas que caminan con fragilidad por ahí… no puedo dejar de sonreírte inclusive a cientos de kilómetros.
Cierro los ojos cuando un olor se asimila al tuyo: se desliza entre los vestidos de Manuela, algunos hombros de transeúntes, cajas decorativas, puestos de revistas, incluso algunos cines. “Lo sé”- dices, aunque nadie más lo escuche. Entro en una máquina del tiempo: mí puesta en escena no tiene lugar, el público habla sin mirar. Tenías razón: el mundo de los secretos puede ser el cielo de la estrella más alta, donde por fin nos encontremos. Te imagino entre la temperatura de las sábanas: todo lo que fue un imposible. “El anonimato nos protege”- dejándome con la esperanza abierta, sin méritos, sin clérigo, sin ley: eso es algo que recuerdo muy bien.
Instrucciones para bajar una escalera
El efecto ocurre desde hace quién sabe cuánto. Todo cuerpo encuentra la necesidad de caer. Da igual la distancia a la que se localice la base: la tierra ejerce a través de una inercia invisible un irremediable. Tampoco importa mucho la vestimenta o el color de la piel, la circulación de la sangre o el estado del corazón, los procesos neuronales o el cuidado de la mente. Porque pareciera ser que este testigo inocular somete a lo concreto de nosotros. Participamos en el anonimato (no hay mucho más que decir al respecto), dejando esa tendenciosa necedad por las palabras de más. Lo cierto es que no se llega a conocer del todo.
La salida natural del individuo común es enfrentar a dicha fuerza omnipresente bajo la asistencia de construcciones, huellas del tiempo humano sosteniéndose en pie. Se alzan a largo plazo todo tipo de edificaciones posibles en un ejercicio interminable de reciclaje de paisajes. Y casi todos estos levantamientos tienden a una alternativa sensata bajo una imagen precisa: la escalera. Pliegue por pliegue se desprende el abanico empinado que abre paso. Mientras tanto aparece el sonido, vibra como el pariente de un fantasma, más o menos. Aunque no se escuche nada inteligible, una frecuencia viaja como dunas acuáticas parecidas a las espirales de las orejas. Se amiga el aire con los tímpanos, las cuerdas aquellas donde flota el equilibrio. Es decir que todo está dispuesto sin mucho esfuerzo: la dinámica de la caída organizada antes y después de que el cuerpo se una a la cadencia. Y así, el movimiento entreteje los pedazos de tangibles e intangibles en una concatenación tan estricta como el orden de casi todas las especies de escalones.
El cuerpo escoge la velocidad y la figura trazada, siempre dentro de los parámetros de esos peldaños decididos a ser recorridos. Pero velocidad y figura son semillas a la vez de un asunto personal e impersonal, de escaleras que parecen intimidades, de cuerpos que parecen certezas. No resta más que continuar. Porque al subir no queda más remedio que bajar.