Había una vez un Gobierno que no quería la paz
Había una vez un Gobierno que no quería la paz. Mientras entregaba su país, al espinoso y oscuro sendero del libre comercio (sí, aquella fantasía capitalista neo-liberal) y lo vendía al mejor postor, sumergía en pobreza y miseria a su pueblo trabajador. Si éste quería levantarse y enarbolar el nombre de la Justicia, aquella mujer pisoteada y reducida a un discurso vacío y operativo, usaba la Ley del garrote y la burocracia como arma principal de defensa.
La deprimente y absurda situación actual de nuestro país da cuenta de ello, de aquella realidad que estoy seguro, quienes aún creemos en utopías, repudiamos y rechazamos. Aquella realidad que requiere, de forma urgente, la creación y el surgimiento de una subjetividad comprometida con la necesidad del cambio, con la urgencia del arribo de un nuevo horizonte.
Conceptos universales como justicia, democracia, libertad ¿Son meros conceptos operacionales siervos de un discurso político vacío? ¿Son significantes vacíos disponibles a la manipulación del marketing consumista de la “política más media”? ¿O son conceptos que encuentran en la realidad actual su negación contradictoria? ¿Son conceptos cuya negación implica así mismo un deber ser y por tanto, una potencialidad en su llegar a ser aquello que es? ¿Implican la necesidad de pasar de la mera abstracción conceptual e ideológica al estadio de efectuar un hecho? ¿Tal contradicción implica así mismo el imperativo de llevar su realización como verdad a sus últimas consecuencias? Sin duda alguna, las respuestas a estos interrogantes sugieren un análisis previo de la realidad actual (o por lo menos algunos hechos relevantes) que inspire la respuesta correcta al curioso.
El hecho de que un campesino que tenga en su poder una semilla, y que para nuestra legislación sea hoy un ilícito, es algo que vislumbra el horizonte desesperanzador del cauce actual de nuestra realidad. Posterior a la gran alfombra roja que el gobierno de turno puso sobre el pueblo colombiano, para el recibimiento del Imperio del Norte de América y su poder y dominio comercial, bajo aquella figura denominada “Tratado de <<Libre>> comercio” (cuya libertad solo es posible bajo fantasías capitalistas y neo-liberales), se impusieron unilateralmen-te por parte de aquel país saqueador de Petróleo en medio oriente, ciertas condicio-nes como requisito de entrada en vigencia de lo que hoy es el acuerdo de venta (o mejor donación sin contraprestación alguna) de lo que queda de nuestra vulnerada soberanía.
Además de las vastas consecuencias de la existencia de un Tratado de tal magnitud para nuestro país, como uno de los resultados concretos de aquella imposición de criterios, nuestro ordenamiento jurídico dio a luz a la Resolución 970 del ICA, cuyo efecto real, a grandes rasgos, es la criminalización de la situación de pobreza del campesinado colombiano, a favor de la economía estadounidense y su dominio en el mercado y comercio mundiales. En aquella norma, se establece como imperativo el deber de cultivar arroz con semillas certificadas, de las cuales se ha reportado que únicamente el 8% son producidas por empresas colombianas, debido a los altos costos de su procedimiento.
Por tanto, hay una prohibición expresa en sembrar este cereal con semillas de calidad diferente a aquella. De ello se deriva un hecho necesario: el campesinado que dedica su vida y cuya praxis diaria es la labor de cultivar arroz, debe comprar productos extranjeros que ofertan diversas multinacionales, como Monsanto o Dupont.
Estamos ante una absurda contradicción: un país cuyo 60% de la población se dedica al trabajo agrario y cuya vida ha devenido en esta labor a través de la historia, sin dependencia externa alguna, ahora debe importar la materia prima de su trabajo, para satisfacer el capricho entreguista de un gobierno lacayo.
Sin embargo, aquella oscura historia no culmina allí. Es costumbre ancestral en la cultura del campesinado colombiano que dedica su vida a la siembra de arroz, el utilizar el mejor producto de su cultivo como semilla en un nuevo proceso de siembra.
Sin embargo, aquella norma expedida por el Instituto Colombiano Agropecuario contiene una doble prohibición: por un lado, establece el impedimento de usar una semilla distinta a las certificadas (que como ya se dijo, en su gran mayoría son producidas por empresas multinacionales y extranjeras) y de igual forma, prohíbe re-utilizar la semilla derivada del cultivo, puesto que este hecho implicaría el uso de un producto patentado sin el pago de la contraprestación que ello implica y por tanto, sería una vulneración a los derechos de autor.
Ello ha traído como una de sus tantas consecuencias, el desperdicio de miles de toneladas de productos alimenticios, que en nombre de una absurda concepción de desarrollo agropecuario y económico del país, han sido vertidos a la nada.
En nuestro país, territorio donde las contradicciones afloran día a día, los conceptos de Justicia y desarrollo tienen como función, servir a un discurso político que se justifica a sí mismo y se blinda de toda crítica.
Mientras se criminaliza la pobreza del campesinado cuyos recursos no son suficientes para adquirir tal producto extranjero y se pone en funcionamiento todo el aparato sistemático de represión estatal como foco de la estrategia de persecución, se satisface la morbosa necesidad de poder del ave de carroña imperial de Norte de América.
Sobre las espaldas del campesinado colombiano reposa gran parte de las causas y así mismo, de las consecuencias del conflicto social y armado que padece nuestro país. Siendo ello así, bajo el lienzo que se labra en la Habana en el que s
e dan los primeros trazos de esperanza de sentir y vivir un país sin la cotidianidad de la guerra, es indispensable que desde la Institucionalidad haya una muestra real de voluntad política de edificación de un país en paz. La Resolución 790 del ICA, aun habiendo sido expedida en el 2010, hoy en día encarna la ausencia de una real voluntad del gobierno de turno por la construcción de un país en paz. Denota una imposibilidad el hecho de hablar de la construcción de un país en paz, sin un interés real en alivianar y solucionar las contradicciones y los diversos hechos históricos que desencadenaron en el que fuese un conflicto armado de más de medio siglo de lágrimas y sangre derramada.
Existe una potencialidad inherente a los conceptos como Justicia, Democracia y Libertad, que desde su misma negación en la Razón histórica actual, implican la posibilidad de superar la mera apariencia para así llegar a ser lo que son. El superar la etapa de la pseudoconcreción y percibir todo el océano de contradicciones inherentes a las relaciones sociales actuales, implica de igual forma el imperativo de ejercer un proyecto que conlleve aquellos conceptos hasta sus últimas consecuencias; en otras palabras, a partir de la subversión ideológica, superando el discurso unidimensional de la “política mass media”, debemos como sujetos históricos ejercer la praxis que conlleve a la realización del ser de aquellos universales. El rostro de Marquetalia y el Catatumbo, de San José de Apartadó y Campoalegre, es el rostro de la dignidad campesina, que se niega a dar a luz a una nueva generación que sea hija de la barbarie causada por el mal gobierno.
El rostro de la dignidad debe estar presente en todos los que no tenemos nada que perder, pero sí mucho qué ganar. El rostro de la dignidad, es el rostro de las subjetividades que se objetivan en el emprendimiento y la construcción de un país en paz, en el que la guerra como hecho histórico sea excepcional y no parte de la cotidianidad; que supere ese estadio en el que el conflicto violento ha devenido en la regla.