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Sobre el por qué Galán debe seguir siendo una realidad de nuestra generación.

Hace alrededor de dos meses, conmemoramos el día nefasto y oscuro, en el que Luis Carlos Galán Sarmiento, candidato presidencial del Partido Liberal Colombiano, subía a una desvencijada tarima en Soacha, donde sería abaleado displicentemente por invisibles verdugos. Aquella terrible noche del 18 de agosto de 1989, reproducida incesantemente, por la memoria colectiva doliente e impávida, muestra a un hombre cayendo al suelo de la tarima, derrumbado como cualquier mortal. Esta cruel imagen, sin embargo, creo que representa más que un simple suceso para los colombianos. El día en que mataron a Galán, la sociedad como un todo dejó ver, una vez más, pero con mayor intensidad, las grietas que amenazaban con derrumbarla. El día que mataron a Galán, el desasosiego y la desesperanza de un sector de la población se hizo manifiesta; un sector que creía firmemente en una propuesta política que trascendía al semblante de aquel hombre valiente, que empuñaba el micrófono como un báculo y que enfrentaba su contexto mediante la templanza de su verbo.


Este contradictorio destino, concretado en uno de los más tristes magnicidios de nuestra historia política, merece, entonces, unas breves reflexiones que trasciendan la nostalgia y la ira del suceso. Luis Carlos Galán fue, en vida, un político honesto, estoico y compasivo. Tres características que, creo yo, son las máximas que el abogado javeriano debe, serena y constantemente, cultivar en su espíritu. Sin embargo, en este breve espacio no quiero referirme al ejemplo que trazó Galán en vida y, más bien, quisiera referirme al imaginario y a las representaciones que él despierta en nuestra generación. No quiero, por supuesto, caer en el parroquialismo y pensar que mi imaginario es el de todos los de mi “generación”, sino más bien transmitir el mío propio, desde el lugar de enunciación que me corresponde; esto es, como parte de una “herencia inmaterial” de abogados javerianos que hemos ingresado en este programa con la humilde pero granítica idea de poder transformar la sociedad en la que vivimos.


Galán vivió, sin lugar a dudas, en una de las peores crisis, no sólo política sino éticas, que ha visto nuestro país desde que se proclamó la República (y no porque durante el siglo XIX y XX fuéramos extraños a la barbarie). Las instituciones y el Estado mismo estaban inmersos en el desprestigio absoluto; la política era la actividad de los “santofimios” y los “escobares”; la democracia estaba gobernada, ora la indiferencia generada por la absoluta desconfianza, ora por la violencia armada. Colombia era un Estado de verdaderos villanos donde las manos invisibles del narcotráfico dictaban las políticas públicas. Es en este contexto, creo, que debe entenderse el proyecto de Galán, pues bien es cierto que las ideas de un hombre no deben ponderarse en la lejanía de los conceptos, sino en la realidad temporal de la sociedad en las que son producidas.


Ahora bien, ¿por qué seguir reivindicando un proyecto que murió con el líder que lo evocaba?, ¿qué propuestas deben seguir siendo esgrimidas por nuestra generación?, ¿qué representación de Galán verdaderamente aporta en un país aún en conflicto y en perspectivas de acordar la paz?


Estas preguntas, sin duda, no son fáciles de resolver. Frente a la figura de Galán, las representaciones siguen siendo ambiguas. Algunos dicen que Galán no era, en realidad, más que otro de los muchos políticos que querían encumbrarse en el poder presidencial. Otros afirman que sus propuestas no eran del todo novedosas y, las más de las veces, mera retórica electoral. Para mí, sin embargo, la representación de Galán que verdaderamente debe ser meditada e interiorizada por nuestra generación es la del proyecto de inclusión y la representatividad efectiva; la de la Política no como mera técnica sino como una verdadera filosofía construida desde abajo por el ciudadano del común, y desde arriba por los dirigentes a quienes confiamos con nuestro voto los designios del bienestar del Estado.


El Galán que debe reivindicarse es aquel que abogaba por la reformulación de los partidos políticos; partidos que como él decía, citando a Lleras Camargo, estuvieran al tanto de la realidad y no se convirtieran en meras máquinas monolíticas ambiciosas por el poder. Partidos que materialmente englobaran los intereses de la comunidad y lucharan por la consecución de los mismos.


El Galán que debe pervivir en nuestra generación es aquel que luchaba por la reformulación ética del ciudadano; ciudadanos que reflexionaran sobre las coyunturas del país, y que no se vieran intimidados por la violencia, por la transgresión a los derechos humanos, por el dinero fácil y sucio y que lucharán, desde su cotidianidad, contra las ignominias de la miseria y la exclusión.


El Galán que debe interpelarse por nuestra generación es el Galán que revivifica la democracia como el único mecanismo donde unos pocos, atendiendo a intereses particulares, no dispongan tiránicamente de las esperanzas de los demás. Una democracia verdaderamente representativa, dónde al ver el noticiero del Senado o pasar frente al Capitolio, no surja la cínica y melancólica frase “ahí sólo roban”.


En un país agotado por el conflicto, que le apostó a la paz en las urnas, Galán debe ser no sólo un hombre sino un imaginario prescriptivo, que guíe la forma en la que se edifican los consensos, un imaginario que interpele sobre el actuar de los funcionarios y que nos obligue a no pensar la paz y la Política como un asunto del Otro, sino como un compromiso que se concreta y edifica desde que salimos a la calle por la mañana, hasta que decidimos ejercer nuestra ciudadanía en las decisiones políticas.


Creo, por estas razones, que aún luego de esa terrible noche de aquel lánguido 18 de agosto, las nuevas generaciones debemos tratar de comprender lo que Galán trataba de transmitirnos. Puede que el político y el hombre ya no estén con nosotros, pero lo cierto es que sus ideas y reivindicaciones deben seguir acompañándonos en este tránsito vital para la República y la sociedad. El evangelio de Juan contiene una metáfora que, a mi gusto, es muy diciente sobre todo esto. Allí se afirma “Si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto”. En efecto, aunque Galán murió en su lucha, su muerte debe rendir frutos. La mejor forma de honrar su memoria es asumiendo sus luchas como propias.


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